J. B. Priestley era una figura destacada en el panorama cultural en 1937, cuando se estrena El tiempo y los Conway (Time and the Conways) en el Duchess Theater de Londres. Tan sólo un año después se estrenó también en Broadway, y enseguida llamó la atención de Luis Escobar, por entonces director del Teatro María Guerrero, quien la tradujo y adaptó con el título de La herida del tiempo. El estreno en 1942, bajo su dirección, fue un éxito memorable. El propio Luis Escobar comentaba así la reacción del público:
“Me parece percibir todavía la tensa emoción del público, sobre todo durante los dos últimos actos”.
La adaptación de Luis Escobar fue tan acertada que aún se repuso dos veces más, en 1960 y en 1984. La obra sigue suscitando interés, y prueba de ello son los montajes más recientes, en 2012 y 2017, una de ellas con la adaptación de Luis Alberto de Cuenca.
Como decía Luis Escobar, el segundo y tercer acto son especialmente intensos y emotivos, porque, debido a su especial ordenación, en ellos se concentra la tensión dramática.
La obra contrasta dos épocas, separadas por veinte años de distancia: el final de la Primera Guerra Mundial, con todo el futuro por delante y el optimismo de los proyectos que se inician, con los oscuros años treinta, a punto de estallar la Segunda Guerra Mundial, con unos personajes enfrentados, arrastrando la frustración y el fracaso de los sueños arrasados por la crisis económica y por el tiempo.
La peculiaridad del drama es la disposición del tiempo en sus tres actos. En el primero asistimos a la fiesta de cumpleaños de Kay, una de las hermanas, que sueña con ser escritora. En él se emparejan Robin, uno de los hijos, con Joan; Diana, la más hermosa de las hijas, conoce al emprendedor Ernest, que la pretende y al que esquiva; Marta, brillante maestra e intelectual socialista en ciernes, se muestra enamorada del joven abogado Gerald; Alan, funcionario carente de ambiciones, ejerce de hermano mayor; y Carol llena de alegría la casa con su simpatía y espontaneidad. La familia se completa con la figura de la madre, la señora Conway, viuda algo caprichosa, que no disimula su predilección por su hijo Robin, que llega esa misma noche licenciado del frente y esboza ilusionado vagos proyectos laborales. El acto acaba con Kay sentada a la ventana, sintiendo que “la vida es maravillosa”.
El segundo acto comienza veinte años después, en 1938 Los Conway, ayer familia pudiente, sufren las consecuencias de la crisis financiera derivada del crack del 29. Se reúnen para hablar de sus finanzas, que se han hundido. En realidad se ha hundido la forma de vida de toda una clase social, y con ella han desaparecido las ilusiones y esperanzas de cada uno de ellos. Esa reunión tiene un cierto aire de A puerta cerrada (Huis clos, estrenada en 1944), de Sartre; una revisión de agravios de la que parece deducirse la misma lapidaria conclusión: “el infierno son los otros”. Carol, llena de ilusión por el futuro en el primer acto, hace años que ha muerto y los demás casi la han olvidado. Todos se han convertido en seres frustrados. Los sueños de Kay de ser una gran escritora han quedado en nada, se han convertido en una periodista que escribe mediocres crónicas de sociedad. Marta no llegó a casarse con Gerald, y es una maestra cuya máxima ambición es llegar a directora... La señora Conway se ha distanciado de sus hijos, y se niega a reconocer sus culpas en el fracaso familiar. Alan sigue siendo un mediocre funcionario, aunque, como vaticinó Carol, ha conseguido una cierta serenidad espiritual que intenta transmitir a Kay recitándole unos versos:
“Alegría y dolor forman fino tejido
del cual va haciendo el alma su túnica inmortal,
bajo cada aflicción, junto a cada gemido
pone su hilo de seda una alegría real […]
El hombre ha sido hecho de alegría y dolor;
y cuando esta verdad del más allá nos llega
marchamos más seguros por un mundo mejor.”
Le explica, además, la “teoría del tiempo”: los hombres no “somos”, sino que cada momento de nuestra vida es una forma cambiante de nosotros, y todas ellas coexisten; así, sólo al final de la vida podemos decir que “somos” nosotros. Esta teoría del tiempo, como un todo simultáneo, la expuso J. W. Dunne en An experiment with time. Es, en el fondo, una suerte de existencialismo, posiblemente influido por Ser y tiempo (Heidegger, 1927.) El existencialismo, que parte también del irracionalismo de fin de siglo (Kierkegaard, Schopenhauer, Nietzsche, Bergson), da lugar, en la primera mitad de siglo, a numerosos experimentos con el tiempo, como “Una ciudad y un balcón” de Azorín (Castilla, 1912), o Historia de una escalera (1949, Buero Vallejo), Muerte de un viajante (1949, Arthur Miller) o la menos conocida e interesantísima Nuestro pueblo (Thornton Wilder), estrenada al año siguiente de El tiempo y los Conway.
Tras este encuentro penoso de la familia, que parece sugerir la última celebración del cumpleaños, encontramos a los personajes en el tercer acto tal y como terminaron en el primero. Kay sigue asomada a la ventana, y prosigue la velada del cumpleaños, con los jóvenes ilusionados en sus proyectos. El espectador asiste, con profundo dolor, a unos planes que ahora sabemos destinados al fracaso.
Lo que hemos contemplado no es sólo un cambio de orden en la disposición de los tres actos, como dijo algún crítico en su estreno. El mismo Priestley aclaró:
"Es una critica ridícula. Deberían haber observado que Kay Conway nunca se halla fuera de escena durante el segundo acto, aunque está ausente con frecuencia en el primero y en el tercero. La razón reside en que el segundo acto es un atisbo del futuro por Kay. [...] El tercer acto retoma la historia de la joven Kay del primero [...] y recordando a medias, es ahora diferente de lo que era en el primer acto; de ahí su llamamiento a Alan al final de la obra. `... De las tres comedias [se refiere a sus "tres comedias sobre el tiempo", que son, junto con la aquí comentada, Llama un inspector y La esquina peligrosa], El tiempo y los Conway es mi favorita".
Hay algunas grabaciones de montajes recientes. Éste de la RESAD me ha parecido muy bueno:
Tuve ocasión de realizar un montaje de El tiempo y los Conway. Inolvidable año aquél, con Alicia, Ainhoa, María, Anaí, Nacho, Roberto, Borja, Pablo, Julio, Diego... y otros de los que me olvidaré. Recuerdo el juego de luces que subrayaba los momentos de entonación de Kay, y tal vez de Alan; recuerdo también la importancia del decorado, que diferenciaba el desmoronamiento representado en el segundo acto. La frescura y alegría de los personajes debía contrastar, naturalmente, con la aspereza de los mismos veinte años después. Especialmente Carol tenía que brillar por su espontaneidad: era "la mejor de todas", según confiesa el maltratado Ernest, convertido en el segundo acto en severo juez de la familia.
En la escena seleccionada, correspondiente al tercer acto, asistimos al nacimiento de proyectos, pero también a la grieta, o "herida del tiempo", como tituló Luis Escobar su versión, por la que Kay atisba, horrorizada, el futuro, desde el ilusionado presente de la familia. Esa posibilidad de contemplar el porvenir produce en el espectador un vértigo, y una profunda piedad, que pone en tela de juicio la vida entera, en una suerte de moralidad medieval.
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JOAN: ¿Te acuerdas el año pasado, aquella mañana en que te marchaste tan temprano?
ROBIN: Sí. Pero tú no fuiste a la estación. Sólo fueron mamá, Diana y Kay.
JOAN: Sí fui, pero no quería que me vieras.
ROBIN: ¿Te levantaste a esas horas sólo por verme marchar?
JOAN: (Con naturalidad.) Claro que sí. No sabes qué horror; tratando de esconderme y tratando de no llorar, y haciéndome un lío con las dos cosas.
ROBIN: Pero Joan, yo no lo sospeché siquiera.
JOAN: (Tímida.) Yo no quería descubrirme.
ROBIN: ¡Joan! ¡Es una maravilla!
JOAN: ¿Me quieres?
ROBIN: (Ahora seguro de que sí.) ¡Naturalmente que sí! ¡Lo que nos vamos a divertir!
JOAN: Sí, pero… ¿No crees que es demasiado serio para divertirse?
ROBIN: ¡Qué tendrá que ver! Ya verás lo felices que vamos a ser.
JOAN: (Llorando francamente.) Sí, Robin; dime que vamos a ser muy felices, siempre felices, siempre.
(Él vuelve a abrazarla. Quedan así silueteados sobre el fondo azul cuando las cortinas se abren despacio, asoma CAROL y enciende la luz.)
CAROL: (A gente detrás de ella.) ¡Estaba segura! Aquí están y “haciéndose el amor”; ya sabía yo que en este escondite había gato encerrado.
(ROBIN y JOAN se han separado, pero continúan con las manos cogidas. Detrás de CAROL entran MARTA y GERALD. MARTA está un tanto excitada y algo desarreglada, como si se hubiese escondido en algún sitio difícil.)
ROBIN: Perdón. A esconderse todos. Uno, dos…
MARTA: No, gracias. Ya basta de escondite. (Va hacia la ventana.)
CAROL: Mamá está furiosa. Por poco se ahoga en un armario. Voy a hacer té.
(Sale. JOAN y ROBIN un tanto confusos salen también riendo. GERALD mira a MARTA, quien cierra las cortinas y vuelve hacia él.)
MARTA.- ¿Qué me dices, Gerald?
GERALD.- Todas esas cosas me parecen muy bien, pero no veo lo que yo puedo hacer.
MARTA.- Dentro de unas semanas se constituirá aquí una rama de la Unión pro Sociedad de Naciones. Yo ya estoy apuntada, pero como estaré fuera no podré hacer mucho. Pero tú podías hacer un gran papel.
GERALD.- No creo que sirva para eso.
MARTA.- Sí sirves. Conoces a la gente, tienes talento, sabes hablar. Quisiera que emplearas tu inteligencia al máximo. Podía estar tan orgullosa de ti, Gerald.
GERALD.- Eso es mucho, viniendo de ti.
MARTA.- ¿Por qué de mí?
GERALD.- Porque tienes mucho talento y un gran sentido crítico. A veces asustas.
MARTA.- (Más femenina.) Tonterías. Estoy segura de que no es esa tu opinión de mí… y prefiero que no lo sea.
GERALD.- En todo caso te admiro mucho, Marta, pero tú no siempre permites que se te demuestre.
MARTA.- Yo te admiro también. Sé que eres capaz de grandes cosas, ¡y hay tantas por hacer! (Con entusiasmo.) Tenemos que construir un nuevo mundo. Esta guerra ha sido como una hoguera que ha consumido todas las lacras de un mundo caduco. Por fin, la civilización tiene abierto el camino. Esta vez hemos aprendido la lección. Se acabaron para siempre las carreras de armamentos, las guerras, el odio, la intolerancia y la violencia; la Sociedad de Naciones regirá patriarcalmente el mundo. Ya verás, Gerald, las cosas marchan de prisa; cuando miremos alrededor dentro de veinte años, apenas podremos creer a nuestros ojos: veremos generaciones prósperas y felices marchar por el camino del progreso cada uno en paz consigo mismo y con el resto del mundo. ¡Esa será nuestra obra!
GERALD.- (Convencido por su entusiasmo.) Marta, estás inspirada. Te aseguro que me asombras… (Le coge las manos.)
MARTA.- Pues yo soy así, ya verás, Gerald. En este mundo nuevo que vamos a construir, los hombres y las mujeres se comprenderán profundamente, compartirán todo, dejarán ese juego ridículo de…
(La SRA. CONWAY ha entrado seguida de DIANA. A sus primeras palabras, GERALD y MARTA se separan. El entusiasmo de MARTA ha cedido, y ahora se advierte su aspecto un tanto descuidado. GERALD, que se habrá sentido subyugado, se recobra.)
SRA. CONWAY.- (Con atroz solicitud maternal.) Marta, hija mía, ¿qué pelos son esos? ¡Cómo estás! Ponte los zapatos. Debes arreglarte un poco. Además, estoy segura de que estabas aburriendo al pobre Gerald con alguna de tus peroratas. ( El clima ha cambiado. Lo mismo le hubiera dado a MARTA recibir una bofetada. Mira a su madre, y luego rápidamente a GERALD, lee algo en su cara, una especie de retirada, y entonces, en silencio, sale. La SRA. CONWAY, ligera, pero sabiendo muy bien lo que ha ocurrido.) ¡Pobre Marta!
DIANA.- (Con reproche.) ¡Mamá!
SRA. CONWAY.- (Con falsa inocencia.) ¿Qué pasa?
DIANA.- (Indicando a GERALD.) Sabes muy bien…
GERALD.- Yo creo que… voy a tener que marcharme.
SRA. CONWAY.- ¡No se vaya todavía! Ademas las chicas están preparando el té y vamos a tomarlo tranquilamente todos juntos.
GERALD.- Temo que sea tarde. (Mira el reloj. DIANA sale.) Son más de las once. Tengo que marcharme… (Entra KAY con las patas de una mesa plegable. La SRA. CONWAY las coge para colocarlas.) Buenas noches, Kay. Ha sido una fiesta muy agradable. Que seas muy feliz.
KAY.- Gracias, Gerald. ¿Tú crees que lo seré?
GERALD.- (Su sonrisa desaparece bruscamente.) No sé, Kay. Realmente no sé.
(Vuelve a sonreír y se dan la mano. Entra DIANA con una bandeja de té.)
SRA. CONWAY.- Yo acompañaré a Gerald. Salimos por abajo si no le importa.
(Salen. DIANA y KAY arreglan un poco las cosas mientras hablan.)
DIANA.- Siempre he creído que era mucho más divertido ser una chida que ser un hombre. (Con seriedad desusada en ella.) Pero hoy… no sé. Me gustaría ser uno de esos hombres coloradotes que no se preocupan de nada de lo que se dice de ellos.
KAY.- (Riendo.) Pero a lo mejor se preocupan mucho.
DIANA.- Bueno, pues me gustaría ser uno de los que no se preocupan.
KAY.- ¿Pero a qué viene eso?
(DIANA mueve la cabeza y no contesta. Entran ALAN y CAROL, con las demás cosas del té.)
CAROL.- Alan pretende irse a la cama.
KAY.- No, Alan. Es mi cumpleaños y tienes que quedarte hasta que yo diga.
CAROL.- Y, además, tienes que fumar tu pipa para que estemos cómodos. Robin y Joan están en el comedor “diciéndose ternezas”. Estoy viendo que van a estar pesadísimos.
KAY.- (CAROL y DIANA se instalan.) Si os enamoráis de alguien, ¿dónde os gustaría que pasara: en casa o fuera?
DIANA.- Desde luego, fuera. En un yate, o en una terraza en Montecarlo, o en alguna isla del Pacífico… ¡Qué maravilla!
CAROL.- Eso es gastar demasiadas cosas buenas a un tiempo ¡Ansiosa!
DIANA.- Soy ansiosa.
KAY.- (Pensativa.) No; yo preferiría enamorarme aquí Suponte que fuer adesgraciada. Debe de ser terrible sentirse desgraciada, perder un amor, sola, lejos, en alguna casa extraña.
(Se para de pronto con un escalofrío.)
CAROL.- Kay, ¿qué te pasa?
KAY.- Nada.
CAROL.- Dicen que cuando pasa eso es que alguien ha pisado nuestra tumba.
(KAY se levanta de pronto y va a la ventana. Los tres la miran. DIANA interroga con la mirada a CAROL, que hace un gesto de no comprender. Entra la SRA. CONWAY con aire muy jovial.)
SRA. CONWAY.- Ahora vamos a tomar una taza de té. Alan, por favor, ¿quieres traer las sillas? ¿Dónde está Robin?
DIANA.- Cuchicheando con Joan en el comedor.
SRA. CONWAY.- ¿Pero no se ha marchado todavía? ¡Qué pesada! Se le podía ocurrir que tenemos ganas de estar solos después de no estar reunidos desde hace… ¿Cuánto hace? Lo menos tres años. Yo lo sirvo. Anda, Kay, ¿qué te pasa?
CAROL.- (Muy seria.) ¡Psch! Déjala…
(Pero KAY vuelve con aire un tanto cansado. Su madre la mira sonriendo. KAY consigue devolverle la sonrisa.)
SRA. CONWAY.- Así estás mejor. ¿Sabes que eres muy extraña?
KAY.- No, mamá. ¿Dónde está Marta?
ALAN.- Ha subido.
SRA. CONWAY.- Vete a buscarla y dile de mi parte -muy cariñosamente- que baje, que estamos todos aquí.
DIANA.- (Casi entre dientes.) Apuesto a que no baja.
(Sale ALAN. La SRA. CONWAY empieza a escanciar el té.)
SRA. CONWAY.- Parecen otros tiempos, ¿verdad? Luego, si queréis, os echo las cartas.
DIANA.- ¡Sí, mamá!
KAY.- (Rápida.) ¡No!
SRA. CONWAY.- ¿Qué te pasa? Estás muy alterada todo el día.
KAY.- No, mamá, perdóname. Nunca me ha gustado que eches las cartas. Y esta noche menos todavía.
CAROL.- Yo creo que únicamente las cosas malas resultan verdad.
SRA. CONWAY.- Nada de eso. Acordaos de la beca de Marta, y de la vuelta de los chicos. Todo salió claramente en las cartas.
(Entran JOAN y ROBIN.)
JOAN.- Yo… yo creo que debería marcharme, señora Conway…; es tarde. (A KAY impulsivamente.) Gracias, Kay. No sabes cómo me he divertido; ha sido la fiesta más maravillosa del mundo. (La besa. Mira solamente a la SRA. CONWAY, que está examinando la situación. ) De veras, señora Conway, ha sido una noche magnífica.
(La SRA. CONWAY la examina ahora completamente de cerca. JOAN sostiene la mirada con valor, aun cuando un tanto temblorosa.)
ROBIN.- ¿Bueno, mamá?
(La SRA. CONWAY le mira y después otra vez a JOAN. De pronto sonríe JOAN, también aliviada.)
SRA. CONWAY.- ¿Es… en serio?
ROBIN.- (Fanfarrón.) ¡Naturalmente!
SRA. CONWAY.- ¿Joan?
JOAN.- (Solemne, nerviosa, a punto de llorar.) Sí.
SRA. CONWAY.- (Capitulando.) ¿No te quedas a tomar una taza de té?
(JOAN echa los brazos al cuello a la SRA. CONWAY y la besa excitada.)
JOAN.- Gracias. ¡Soy tan feliz!
CAROL.- Vamos, que se enfría el té.
(Paso de tazas, etc. Entra ALAN.)
SRA. CONWAY.- Como Marta no baja lo tomaremos sin ella.
ALAN.- Mata dice que está muy cansada, mamá.
(Se sienta junto a KAY.)
SRA. CONWAY.- Kay debería leernos algo de la novela que está escribiendo. ¿No os parece?
KAY.-No, mamá, por favor…
SRA. CONWAY.- No comprendo por qué. Tú, en cambio, siempre me estás pidiendo a mí que cante.
KAY.- Es distinto.
SRA. CONWAY.- (A ROBIN y JOAN.) Kay siempre hace misterios sobre lo que escribe, como si le diera vergüenza.
KAY.- Me la da, en cierto modo. Sé que lo que hago ahora vale poco. Casi nada sirve.
CAROL.- Nada de eso, Kay.
KAY.- Sí, mi sol. Pero no siempre lo será. Yo sé que me saldrá, si persevero. ¡Y ya veréis entonces!
JOAN.- ¿Pero no encuentras que es tomarse demasiado trabajo por una novela que se lee y se olvida al poco tiempo?
KAY.- Lo de menos es la novela. Lo importante es darse uno mismo, ser sensible y sincero. Muy poca gente consigue las dos cosas. Pero yo trataré de lograrlo. Y, pase lo que pase, nunca escribiré sino lo que quiera escribir, lo que yo sienta que es verdaderamente mío, en lo más profundo. Y no escribiré para agradar a gentes que no me importan, o por ganar dinero. Yo…
(Se calla de pronto. Los demás esperan mirándola.)
ALAN.- Sigue, Kay…
KAY.- (Confusa, abatida.) No, nada más… He olvidado lo que iba a decir.
SRA. CONWAY.- ¿Estás segura de que o estás cansada?
KAY.- No, mamá. Te lo aseguro.
SRA. CONWAY.- Me pregunto qué será de ti, Diana, cuando Kay sea una novelista famosa. Quizá alguno de tus comandantes o capitanes vuelva a buscarte.
DIANA.- (Segura.) ¿Par qué? Te diré que prefiero que no vuelvan.
ROBIN.- Le parecen poco.
DIANA.- Yo sé lo que quiero. Estoy segura de que me asaré con un hombre alto, bastante guapo, que me lleve cinco o seis años, que tenga mucho dinero y le guste viajar. Recorreremos todo el mundo, pero tendremos nuestra casa en Londres.
SRA. CONWAY.- ¿Y nuestro pobrecito Newlingham?
DIANA.- No puedo pasar aquí la vida. Me moriría. Pero tú vendrás a pasar temporadas con nosotros y daremos fiestas para que todo el mundo salude a la famosa novelista Kay Conway.
ROBIN.- ¿Y qué hay de tu hermano Robin, el famoso… el famoso no sé qué, pero famoso? ¿Qué os jugáis?
JOAN.- ¿Todavía no sabes lo que quieres ser?
ROBIN.- Tú espera a que empiece. No hace más de doce horas que me han licenciado -pero ya verás-. Y nada de empezar por abajo y subir poco a poco. Este es el momento de los jóvenes y yo pienso aprovecharlo. Tú espera y verás.
SRA. CONWAY.- ¡No me digas que tú también te piensas marchar de Newlingham!
ROBIN.- Pues mira… eso no lo he pensado todavía. Empezar… puedo empezar aquí. Dinero hay, gracias a los malditos acaparadores. Y aquí somos muy conocidos, que siempre ayuda. Pero tampoco pienso echar aquí raíces. No te asombre, Diana. Si llego a Londres antes que tú. O antes que tú, Kay.Y haciendo mucho dinero. Más quizá que ese pollo tan alto y tan guapo que nos has descrito.
CAROL.- (De pronto.) Diana tendrá mucho dinero.
SRA. CONWAY.- (Divertida.) ¿Y tú cómo lo sabes?
CAROL.- No sé. Lo he visto de pronto.
SRA. CONWAY.- ¡Mira! Yo que me creía la pitonisa de la familia. ¿Supongo que no estaría bien que mandara a la cama a mi rival?
CAROL.- Por supuesto que no. Y os voy a decir otra cosa. (Señala súbitamente a ALAN, que ha estado muy reprimido.) Alan es el más feliz.
ROBIN.- Bien, Alan.
ALAN.- Tengo miedo… de que te equivoques, Carol.
CAROL.- No me equivoco; lo sé.
SRA. CONWAY.- ¡Ah, no! Eso no lo puedo consentir. Yo soy la que “sabe” de la familia. Espera un momento )Cierra los ojos y adivina medio en broma.) Sí… Veo a Robin ganando mucho dinero, llegando a ser muy importante y ayudando a alguno de sus hermanos. A su lado veo una mujer que le quiere mucho. A Diana la veo triunfante y su marido es casi tan alto y bien parecido como ella cree. Me parece que llega a tener un título.
ROBIN.- ¡Snob!
SRA. CONWAY.- No veo a Marta casada. Pero es directora de un gran colegio y así también es feliz y triunfa a su modo.
ROBIN.- Seguro. Bien por Marta.
SRA. CONWAY.- Yo iré a pasar temporadas con ella; muy importante: la madre de la Directora. Invitará a las otras profesoras y todas escucharán respetuosamente cuando yo hable de mis otros hijos…
JOAN.- ¡Parece que lo estoy viendo!
SRA. CONWAY.- Y queda Carol… Bueno, como es natural, Carol se quedará conmigo algunos años…
CAROL.- (Muy excitada.) Yo no sé lo que haré todavía. ¡Son tantas las cosas que se pueden hacer!
JOAN.- Tú podrías ser actriz.
CAROL.- Claro que podría, y lo he pensado muchas veces. Pero no voy a pasarme toda la vida en el escenario y, cuando no esté, me gustará pintar cuadros grandes de colores brillantes, bermellón y azul rey y verde esmeralda y blanco de China. Y, además, me haré los más extraños trajes, y capas escarlatas, y batas de crepé de China, llenas de dragones naranja. ¡Y guisar! Hacer asados, y bizcochos, y platos maravillosos; y mirar horizontes desde lo alto de las montañas, y bajar ríos en canoa, y tener amigos de todas clases y en todas partes, y tendré una casa o un piso con Kay en Londres, y Alan vendrá a visitarnos, y fumará su pipa, y hablaremos de libros, y nos reiremos de la gente ridícula. Y además me iré a países remotos…
ROBIN.- En, en, para, para.
SRA. CONWAY.- (Divertida.) Y cómo vas a conseguir todo eso, rata?
CAROL.- Lo conseguiré de algún modo. La única cosa es vivir. No me importa el dinero, ni la posición, ni los títulos, ni nada. ¡Yo voy a vivir!
SRA. CONWAY.- Muy bien, mi vida. Pero donde quiera que estéis y hagáis lo que hagáis me tenéis que prometer que vendréis alguna vez a verme. Yo iré a veros también, pero vosotros tenéis que venir, todos juntos; quizá con mujeres y maridos y niños encantadores, y no vendréis como ricos ni como gentes famosas, sino como lo que ahora sois, y nos divertiremos con nuestros juegos y nuestras bromas, como una gran familia feliz. Os veo a todos otra vez aquí…
KAY.- (En un grito terrible.) ¡No!
(Se ha puesto de pie, muy alterada. Los demás la miran estupefactos.)
SRA. CONWAY.- Pero ¿qué te pasa?
(KAY, sin responder, mueve la cabeza. Los otros se miran perplejos. CAROL se levanta, va a ella y la abraza.)
CAROL.- (Con la solemnidad de un niño.) No te preocupes, Kay, yo no te dejaré. Yo estaré contigo siempre y no te dejaré ni aunque tú quieras. Yo miraré por ti, ya verás.
(KAY no responde. Los demás miran preocupados y con anhelo. CAROL vuelve al lado de su madre.)
SRA. CONWAY.- (Con severo afecto.) Kay, ¿qué es lo que te ocurre?
(KAY sacude la cabeza y se dirige a ALAN.)
KAY.- (Luchando con una idea.) Alan…, por favor… Dime…, no lo puedo soportar y hay algo… alguna cosa… que tú puedes decirme.
ALAN.- (Sin comprender.) Kay…, no te comprendo… ¿Qué es?
KAY.- Algo que tú sabes, algo que puede hacerlo diferente, no tan terrible de soportar. ¿Es que no lo sabes… todavía?
ALAN.- No, no…, no te comprendo
KAY.- ¡Oh, pronto, pronto, Alan, dímelo, lo necesito! Era de Blake, tal vez. (Le mira interrogante, luchando con el recuerdo.) ¿Cómo era?
Alegría… y dolor… forman fino tejido
Del cual va haciendo el alma… su túnica inmortal.
Yo también lo sabía… ¿Cómo terminaba?
Y cuando esta verdad… del más allá nos llega, marchamos más seguros por un mundo mejor.
¡Marchamos… más seguros… por un mundo mejor! (Parece que se va a venir abajo de nuevo, pero se recobra.)
SRA. CONWAY.- (Casi susurrando.) Sobreexcitada… Debía haberlo supuesto. (A KAY, con firmeza.) Querida, has tenido mucho jaleo con la fiesta. Vete a la cama, y Carol te subirá un vaso de leche caliente. Y una aspirina. anda. (KAY se recobra un tanto y dice que n con la cabeza.) ¿Te sientes bien?
KAY.- (A media voz.) Sí, mamá. Muy bien.
(Pero se aparta y va hacia la ventana, abre las cortinas y mira afuera.)
SRA. CONWAY.- Yo sé cómo animarla. Ya ocurrió otra vez. Ven conmigo, Robin.
(Sale con ROBIN.)
CAROL.- (Muy bajo, susurrando.) Va a cantar.
(Apaga la luz y va a sentarse con DIANA y JOAN, las tres chicas haciendo un grupo, tenue pero cálidamente iluminado por la luz que entra del hall. Muy suavemente empiezan los primeros compases de “Wiegenlied”, de Brahms. ALAN va junto a KAY; así que su cara, como la de ella, queda iluminada por la luna.)
ALAN.- (Quedamente, sobre la música.) Kay…
KAY.- ¿Sí, Alan?
ALAN.- Habrá algo que tal vez pueda decirte algún día. Trataré, te lo prometo.
TELÓN