sábado, 27 de mayo de 2023

EL TIEMPO Y LOS CONWAY - J. B. PRIESTLEY




       J. B. Priestley era una figura destacada en el panorama cultural en 1937, cuando se estrena El tiempo y los Conway (Time and the Conways) en el Duchess Theater de Londres. Tan sólo un año después se estrenó también en Broadway, y enseguida llamó la atención de Luis Escobar, por entonces director del Teatro María Guerrero, quien la tradujo y adaptó con el título de La herida del tiempo. El estreno en 1942, bajo su dirección, fue un éxito memorable. El propio Luis Escobar comentaba así la reacción del público: 


    “Me parece percibir todavía la tensa emoción del público, sobre todo durante los dos    últimos actos”.


    La adaptación de Luis Escobar fue tan acertada que aún se repuso dos veces más, en 1960 y en 1984. La obra sigue suscitando interés, y prueba de ello son los montajes más recientes, en 2012 y 2017, una de ellas con la adaptación de Luis Alberto de Cuenca. 


    Como decía Luis Escobar, el segundo y tercer acto son especialmente intensos y emotivos, porque, debido a su especial ordenación, en ellos se concentra la tensión dramática. 


    La obra contrasta dos épocas, separadas por veinte años de distancia: el final de la Primera Guerra Mundial, con todo el futuro por delante y el optimismo de los proyectos que se inician, con los oscuros años treinta, a punto de estallar la Segunda Guerra Mundial, con unos personajes enfrentados, arrastrando la frustración y el fracaso de los sueños arrasados por la crisis económica y por el tiempo. 


    La peculiaridad del drama es la disposición del tiempo en sus tres actos. En el primero asistimos a la fiesta de cumpleaños de Kay, una de las hermanas, que sueña con ser escritora. En él se emparejan Robin, uno de los hijos, con Joan; Diana, la más hermosa de las hijas, conoce al emprendedor Ernest, que la pretende y al que esquiva; Marta, brillante maestra e intelectual socialista en ciernes, se muestra enamorada del joven abogado Gerald; Alan, funcionario carente de ambiciones, ejerce de hermano mayor; y Carol llena de alegría la casa con su simpatía y espontaneidad. La familia se completa con la figura de la madre, la señora Conway, viuda algo caprichosa, que no disimula su predilección por su hijo Robin, que llega esa misma noche licenciado del frente y esboza ilusionado vagos proyectos laborales. El acto acaba con Kay sentada a la ventana, sintiendo que “la vida es maravillosa”.


    El segundo acto comienza veinte años después, en 1938 Los Conway, ayer familia pudiente, sufren las consecuencias de la crisis financiera derivada del crack del 29. Se reúnen para hablar de sus finanzas, que se han hundido. En realidad se ha hundido la forma de vida de toda una clase social, y con ella han desaparecido las ilusiones y esperanzas de cada uno de ellos. Esa reunión tiene un cierto aire de A puerta cerrada (Huis clos, estrenada en 1944), de Sartre; una revisión de agravios de la que parece deducirse la misma lapidaria conclusión: “el infierno son los otros”. Carol, llena de ilusión por el futuro en el primer acto, hace años que ha muerto y los demás casi la han olvidado. Todos se han convertido en seres frustrados. Los sueños de Kay de ser una gran escritora han quedado en nada, se han convertido en una periodista que escribe mediocres crónicas de sociedad. Marta no llegó a casarse con Gerald, y es una maestra cuya máxima ambición es llegar a directora... La señora Conway se ha distanciado de sus hijos, y se niega a reconocer sus culpas en el fracaso familiar. Alan sigue siendo un mediocre funcionario, aunque, como vaticinó Carol, ha conseguido una cierta serenidad espiritual que intenta transmitir a Kay recitándole unos versos: 


“Alegría y dolor forman fino tejido

del cual va haciendo el alma su túnica inmortal, 

bajo cada aflicción, junto a cada gemido

pone su hilo de seda una alegría real […]

El hombre ha sido hecho de alegría y dolor; 

y cuando esta verdad del más allá nos llega

marchamos más seguros por un mundo mejor.”


    Le explica, además, la “teoría del tiempo”: los hombres no “somos”, sino que cada momento de nuestra vida es una forma cambiante de nosotros, y todas ellas coexisten; así, sólo al final de la vida podemos decir que “somos” nosotros.  Esta teoría del tiempo, como un todo simultáneo, la expuso J. W. Dunne en An experiment with time.  Es, en el fondo, una suerte de existencialismo, posiblemente influido por Ser y tiempo (Heidegger, 1927.) El existencialismo, que parte también del irracionalismo de fin de siglo (Kierkegaard, Schopenhauer, Nietzsche, Bergson), da lugar, en la primera mitad de siglo, a numerosos experimentos con el tiempo, como “Una ciudad y un balcón” de Azorín (Castilla, 1912), o Historia de una escalera (1949, Buero Vallejo), Muerte de un viajante (1949, Arthur Miller) o la menos conocida e interesantísima Nuestro pueblo (Thornton Wilder), estrenada al año siguiente de El tiempo y los Conway.


    Tras este encuentro penoso de la familia, que parece sugerir la última celebración del cumpleaños, encontramos a los personajes en el tercer acto tal y como terminaron en el primero. Kay sigue asomada a la ventana, y prosigue la velada del cumpleaños, con los jóvenes ilusionados en sus proyectos. El espectador asiste, con profundo dolor, a unos planes que ahora sabemos destinados al fracaso. 


    Lo que hemos contemplado no es sólo un cambio de orden en la disposición de los tres actos, como dijo algún crítico en su estreno. El mismo Priestley aclaró: 


    "Es una critica ridícula. Deberían haber observado que Kay Conway nunca se halla fuera de escena durante el segundo acto, aunque está ausente con frecuencia en el primero y en el tercero. La razón reside en que el segundo acto es un atisbo del futuro por Kay. [...] El tercer acto retoma la historia de la joven Kay del primero [...] y recordando a medias, es ahora diferente de lo que era en el primer acto; de ahí su llamamiento a Alan al final de la obra. `... De las tres comedias [se refiere a sus "tres comedias sobre el tiempo", que son, junto con la aquí comentada, Llama un inspector y La esquina peligrosa], El tiempo y los Conway es mi favorita". 


    Hay algunas grabaciones de montajes recientes. Éste de la RESAD me ha parecido muy bueno:


     En el fondo de este desmoronamiento familiar, llevado a cabo por la labor destructora del tiempo, está el poso inconfundible de Chejov, que representa la mejor tradición del drama europeo. En la familia Conway, que se destruye laboriosamente, está El jardín de los cerezos, o alguno de los personajes de Tío Vania. 

    Tuve ocasión de realizar un montaje de El tiempo y los Conway. Inolvidable año aquél, con Alicia, Ainhoa, María, Anaí, Nacho, Roberto, Borja, Pablo, Julio, Diego... y otros de los que me olvidaré. Recuerdo el juego de luces que subrayaba los momentos de entonación de Kay, y tal vez de Alan; recuerdo también la importancia del decorado, que diferenciaba el desmoronamiento representado en el segundo acto. La frescura y alegría de los personajes debía contrastar, naturalmente, con la aspereza de los mismos veinte años después. Especialmente Carol tenía que brillar por su espontaneidad: era "la mejor de todas", según confiesa el maltratado Ernest, convertido en el segundo acto en severo juez de la familia. 


    En la escena seleccionada, correspondiente al tercer acto, asistimos al nacimiento de proyectos, pero también a la grieta, o "herida del tiempo", como tituló Luis Escobar su versión, por la que Kay atisba, horrorizada, el futuro, desde el ilusionado presente de la familia. Esa posibilidad de contemplar el porvenir produce en el espectador un vértigo, y una profunda piedad, que pone en tela de juicio la vida entera, en una suerte de moralidad medieval. 


    ________________________________________________________________________


JOAN: ¿Te acuerdas el año pasado, aquella mañana en que te marchaste tan temprano?

ROBIN: Sí. Pero tú no fuiste a la estación. Sólo fueron mamá, Diana y Kay. 

JOAN: Sí fui, pero no quería que me vieras.

ROBIN: ¿Te levantaste a esas horas sólo por verme marchar?
JOAN: (Con naturalidad.) Claro que sí. No sabes qué horror; tratando de esconderme y tratando de no llorar, y haciéndome un lío con las dos cosas. 

ROBIN: Pero Joan, yo no lo sospeché siquiera.

JOAN: (Tímida.) Yo no quería descubrirme.

ROBIN: ¡Joan! ¡Es una maravilla!

JOAN: ¿Me quieres?

ROBIN: (Ahora seguro de que sí.) ¡Naturalmente que sí! ¡Lo que nos vamos a divertir!

JOAN: Sí, pero… ¿No crees que es demasiado serio para divertirse?

ROBIN: ¡Qué tendrá que ver! Ya verás lo felices que vamos a ser.

JOAN: (Llorando francamente.) Sí, Robin; dime que vamos a ser muy felices, siempre felices, siempre.


(Él vuelve a abrazarla. Quedan así silueteados sobre el fondo azul cuando las cortinas se abren despacio, asoma CAROL y enciende la luz.)


CAROL: (A gente detrás de ella.) ¡Estaba segura! Aquí están y “haciéndose el amor”; ya sabía yo que en este escondite había gato encerrado.


(ROBIN y JOAN se han separado, pero continúan con las manos cogidas. Detrás de CAROL entran MARTA y GERALD. MARTA está un tanto excitada y algo desarreglada, como si se hubiese escondido en algún sitio difícil.)


ROBIN: Perdón. A esconderse todos. Uno, dos…

MARTA: No, gracias. Ya basta de escondite. (Va hacia la ventana.)

CAROL: Mamá está furiosa. Por poco se ahoga en un armario. Voy a hacer té. 


(Sale. JOAN y ROBIN un tanto confusos salen también riendo. GERALD mira a MARTA, quien cierra las cortinas y vuelve hacia él.)


MARTA.- ¿Qué me dices, Gerald?

GERALD.- Todas esas cosas me parecen muy bien, pero no veo lo que yo puedo hacer.

MARTA.- Dentro de unas semanas se constituirá aquí una rama de la Unión pro Sociedad de Naciones. Yo ya estoy apuntada, pero como estaré fuera no podré hacer mucho. Pero tú podías hacer un gran papel. 

GERALD.- No creo que sirva para eso.

MARTA.- Sí sirves. Conoces a la gente, tienes talento, sabes hablar. Quisiera que emplearas tu inteligencia al máximo. Podía estar tan orgullosa de ti, Gerald.

GERALD.- Eso es mucho, viniendo de ti.

MARTA.- ¿Por qué de mí?

GERALD.- Porque tienes mucho talento y un gran sentido crítico. A veces asustas.

MARTA.- (Más femenina.) Tonterías. Estoy segura de que no es esa tu opinión de mí… y prefiero que no lo sea. 

GERALD.- En todo caso te admiro mucho, Marta, pero tú no siempre permites que se te demuestre. 

MARTA.- Yo te admiro también. Sé que eres capaz de grandes cosas, ¡y hay tantas por hacer! (Con entusiasmo.) Tenemos que construir un nuevo mundo. Esta guerra ha sido como una hoguera que ha consumido todas las lacras de un mundo caduco. Por fin, la civilización tiene abierto el camino. Esta vez hemos aprendido la lección. Se acabaron para siempre las carreras de armamentos, las guerras, el odio, la intolerancia y la violencia; la Sociedad de Naciones regirá patriarcalmente el mundo. Ya verás, Gerald, las cosas marchan de prisa; cuando miremos alrededor dentro de veinte años, apenas podremos creer a nuestros ojos: veremos generaciones prósperas y felices marchar por el camino del progreso cada uno en paz consigo mismo y con el resto del mundo. ¡Esa será nuestra obra!

GERALD.- (Convencido por su entusiasmo.) Marta, estás inspirada. Te aseguro que me asombras… (Le coge las manos.)

MARTA.- Pues yo soy así, ya verás, Gerald. En este mundo nuevo que vamos a construir, los hombres y las mujeres se comprenderán profundamente, compartirán todo, dejarán ese juego ridículo de…


(La SRA. CONWAY ha entrado seguida de DIANA. A sus primeras palabras, GERALD y MARTA se separan. El entusiasmo de MARTA ha cedido, y ahora se advierte su aspecto un tanto descuidado. GERALD, que se habrá sentido subyugado, se recobra.)


SRA. CONWAY.- (Con atroz solicitud maternal.) Marta, hija mía, ¿qué pelos son esos? ¡Cómo estás! Ponte los zapatos. Debes arreglarte un poco. Además, estoy segura de que estabas aburriendo al pobre Gerald con alguna de tus peroratas. ( El clima ha cambiado. Lo mismo le hubiera dado a MARTA recibir una bofetada. Mira a su madre, y luego rápidamente a GERALD, lee algo en su cara, una especie de retirada, y entonces, en silencio, sale. La SRA. CONWAY, ligera, pero sabiendo muy bien lo que ha ocurrido.) ¡Pobre Marta!

DIANA.- (Con reproche.) ¡Mamá!

SRA. CONWAY.- (Con falsa inocencia.) ¿Qué pasa?

DIANA.- (Indicando a GERALD.) Sabes muy bien…

GERALD.- Yo creo que… voy a tener que marcharme.

SRA. CONWAY.- ¡No se vaya todavía! Ademas las chicas están preparando el té y vamos a tomarlo tranquilamente todos juntos.

GERALD.- Temo que sea tarde. (Mira el reloj. DIANA sale.) Son más de las once. Tengo que marcharme… (Entra KAY con las patas de una mesa plegable. La SRA. CONWAY las coge para colocarlas.) Buenas noches, Kay. Ha sido una fiesta muy agradable. Que seas muy feliz.

KAY.- Gracias, Gerald. ¿Tú crees que lo seré?

GERALD.- (Su sonrisa desaparece bruscamente.) No sé, Kay. Realmente no sé.


(Vuelve a sonreír y se dan la mano. Entra DIANA con una bandeja de té.)


SRA. CONWAY.- Yo acompañaré a Gerald. Salimos por abajo si no le importa. 


(Salen. DIANA y KAY arreglan un poco las cosas mientras hablan.)


DIANA.- Siempre he creído que era mucho más divertido ser una chida que ser un hombre. (Con seriedad desusada en ella.) Pero hoy… no sé. Me gustaría ser uno de esos hombres coloradotes que no se preocupan de nada de lo que se dice de ellos. 

KAY.- (Riendo.) Pero a lo mejor se preocupan mucho.

DIANA.- Bueno, pues me gustaría ser uno de los que no se preocupan.

KAY.- ¿Pero a qué viene eso?


(DIANA mueve la cabeza y no contesta. Entran ALAN y CAROL, con las demás cosas del té.)


CAROL.- Alan pretende irse a la cama.

KAY.- No, Alan. Es mi cumpleaños y tienes que quedarte hasta que yo diga. 

CAROL.- Y, además, tienes que fumar tu pipa para que estemos cómodos. Robin y Joan están en el comedor “diciéndose ternezas”. Estoy viendo que van a estar pesadísimos.

KAY.- (CAROL y DIANA se instalan.) Si os enamoráis de alguien, ¿dónde os gustaría que pasara: en casa o fuera?

DIANA.- Desde luego, fuera. En un yate, o en una terraza en Montecarlo, o en alguna isla del Pacífico… ¡Qué maravilla!

CAROL.- Eso es gastar demasiadas cosas buenas a un tiempo ¡Ansiosa!

DIANA.- Soy ansiosa. 

KAY.- (Pensativa.) No; yo preferiría enamorarme aquí Suponte que fuer adesgraciada. Debe de ser terrible sentirse desgraciada, perder un amor, sola, lejos, en alguna casa extraña.


(Se para de pronto con un escalofrío.)


CAROL.- Kay, ¿qué te pasa?

KAY.- Nada. 

CAROL.- Dicen que cuando pasa eso es que alguien ha pisado nuestra tumba.


(KAY se levanta de pronto y va a la ventana. Los tres la miran. DIANA interroga con la mirada a CAROL, que hace un gesto de no comprender. Entra la SRA. CONWAY con aire muy jovial.)


SRA. CONWAY.- Ahora vamos a tomar una taza de té. Alan, por favor, ¿quieres traer las sillas? ¿Dónde está Robin?

DIANA.- Cuchicheando con Joan en el comedor.

SRA. CONWAY.- ¿Pero no se ha marchado todavía? ¡Qué pesada! Se le podía ocurrir que tenemos ganas de estar solos después de no estar reunidos desde hace… ¿Cuánto hace? Lo menos tres años. Yo lo sirvo. Anda, Kay, ¿qué te pasa?

CAROL.- (Muy seria.) ¡Psch! Déjala…


(Pero KAY vuelve con aire un tanto cansado. Su madre la mira sonriendo. KAY consigue devolverle la sonrisa.)


SRA. CONWAY.- Así estás mejor. ¿Sabes que eres muy extraña?

KAY.- No, mamá. ¿Dónde está Marta?

ALAN.- Ha subido.

SRA. CONWAY.- Vete a buscarla y dile de mi parte -muy cariñosamente- que baje, que estamos todos aquí.

DIANA.- (Casi entre dientes.) Apuesto a que no baja. 


(Sale ALAN. La SRA. CONWAY empieza a escanciar el té.)


SRA. CONWAY.- Parecen otros tiempos, ¿verdad? Luego, si queréis, os echo las cartas.

DIANA.- ¡Sí, mamá!

KAY.- (Rápida.) ¡No!

SRA. CONWAY.- ¿Qué te pasa? Estás muy alterada todo el día.

KAY.- No, mamá, perdóname. Nunca me ha gustado que eches las cartas. Y esta noche menos todavía. 

CAROL.- Yo creo que únicamente las cosas malas resultan verdad. 

SRA. CONWAY.- Nada de eso. Acordaos de la beca de Marta, y de la vuelta de los chicos. Todo salió claramente en las cartas. 


(Entran JOAN y ROBIN.)


JOAN.- Yo… yo creo que debería marcharme, señora Conway…; es tarde. (A KAY impulsivamente.) Gracias, Kay. No sabes cómo me he divertido; ha sido la fiesta más maravillosa del mundo. (La besa. Mira solamente a la SRA. CONWAY, que está examinando la situación. ) De veras, señora Conway, ha sido una noche magnífica. 


(La SRA. CONWAY la examina ahora completamente de cerca. JOAN sostiene la mirada con valor, aun cuando un tanto temblorosa.)


ROBIN.- ¿Bueno, mamá?


(La SRA. CONWAY le mira y después otra vez a JOAN. De pronto sonríe JOAN, también aliviada.)


SRA. CONWAY.- ¿Es… en serio?

ROBIN.- (Fanfarrón.) ¡Naturalmente!

SRA. CONWAY.- ¿Joan?

JOAN.- (Solemne, nerviosa, a punto de llorar.) Sí.

SRA. CONWAY.- (Capitulando.) ¿No te quedas a tomar una taza de té?


(JOAN echa los brazos al cuello a la SRA. CONWAY y la besa excitada.)


JOAN.- Gracias. ¡Soy tan feliz!

CAROL.- Vamos, que se enfría el té.


(Paso de tazas, etc. Entra ALAN.)


SRA. CONWAY.- Como Marta no baja lo tomaremos sin ella.

ALAN.- Mata dice que está muy cansada, mamá.


(Se sienta junto a  KAY.)


SRA. CONWAY.- Kay debería leernos algo de la novela que está escribiendo. ¿No os parece?

KAY.-No, mamá, por favor…

SRA. CONWAY.- No comprendo por qué. Tú, en cambio, siempre me estás pidiendo a mí que cante. 

KAY.- Es distinto.

SRA. CONWAY.- (A ROBIN y JOAN.) Kay siempre hace misterios sobre lo que escribe, como si le diera vergüenza.

KAY.- Me la da, en cierto modo. Sé que lo que hago ahora vale poco. Casi nada sirve. 

CAROL.- Nada de eso, Kay. 

KAY.- Sí, mi sol. Pero no siempre lo será. Yo sé que me saldrá, si persevero. ¡Y ya veréis entonces!

JOAN.- ¿Pero no encuentras que es tomarse demasiado trabajo por una novela que se lee y se olvida al poco tiempo?

KAY.- Lo de menos es la novela. Lo importante es darse uno mismo, ser sensible y sincero. Muy poca gente consigue las dos cosas. Pero yo trataré de lograrlo. Y, pase lo que pase, nunca escribiré sino lo que quiera escribir, lo que yo sienta que es verdaderamente mío, en lo más profundo. Y no escribiré para agradar a gentes que no me importan, o por ganar dinero. Yo… 


(Se calla de pronto. Los demás esperan mirándola.)


ALAN.- Sigue, Kay…

KAY.- (Confusa, abatida.) No, nada más… He olvidado lo que iba a decir.

SRA. CONWAY.- ¿Estás segura de que o estás cansada?

KAY.- No, mamá. Te lo aseguro.

SRA. CONWAY.- Me pregunto qué será de ti, Diana, cuando Kay sea una novelista famosa. Quizá alguno de tus comandantes o capitanes vuelva a buscarte. 

DIANA.- (Segura.) ¿Par qué? Te diré que prefiero que no vuelvan.

ROBIN.- Le parecen poco.

DIANA.- Yo sé lo que quiero. Estoy segura de que me asaré con un hombre alto, bastante guapo, que me lleve cinco o seis años, que tenga mucho dinero y le guste viajar. Recorreremos todo el mundo, pero tendremos nuestra casa en Londres. 

SRA. CONWAY.- ¿Y nuestro pobrecito Newlingham?

DIANA.- No puedo pasar aquí la vida. Me moriría. Pero tú vendrás a pasar temporadas con nosotros y daremos fiestas para que todo el mundo salude a la famosa novelista Kay Conway.

ROBIN.- ¿Y qué hay de tu hermano Robin, el famoso… el famoso no sé qué, pero famoso? ¿Qué os jugáis?

JOAN.- ¿Todavía no sabes lo que quieres ser?

ROBIN.- Tú espera a que empiece. No hace más de doce horas que me han licenciado -pero ya verás-. Y nada de empezar por abajo y subir poco a poco. Este es el momento de los jóvenes y yo pienso aprovecharlo. Tú espera y verás.

SRA. CONWAY.- ¡No me digas que tú también te piensas marchar de Newlingham!

ROBIN.- Pues mira… eso no lo he pensado todavía. Empezar… puedo empezar aquí. Dinero hay, gracias a los malditos acaparadores. Y aquí somos muy conocidos, que siempre ayuda. Pero tampoco pienso echar aquí raíces. No te asombre, Diana. Si llego a Londres antes que tú. O antes que tú, Kay.Y haciendo mucho dinero. Más quizá que ese pollo tan alto y tan guapo que nos has descrito. 

CAROL.- (De pronto.) Diana tendrá mucho dinero.

SRA. CONWAY.- (Divertida.) ¿Y tú cómo lo sabes?

CAROL.- No sé. Lo he visto de pronto.

SRA. CONWAY.- ¡Mira! Yo que me creía la pitonisa de la familia. ¿Supongo que no estaría bien que mandara a la cama a mi rival?

CAROL.- Por supuesto que no. Y os voy a decir otra cosa. (Señala súbitamente a ALAN, que ha estado muy reprimido.) Alan es el más feliz. 

ROBIN.- Bien, Alan. 

ALAN.- Tengo miedo… de que te equivoques, Carol.

CAROL.- No me equivoco; lo sé. 

SRA. CONWAY.- ¡Ah, no! Eso no lo puedo consentir. Yo soy la que “sabe” de la familia. Espera un momento )Cierra los ojos y adivina medio en broma.) Sí… Veo a Robin ganando mucho dinero, llegando a ser muy importante y ayudando a alguno de sus hermanos. A su lado veo una mujer que le quiere mucho. A Diana la veo triunfante y su marido es casi tan alto y bien parecido como ella cree. Me parece que llega a tener un título. 

ROBIN.- ¡Snob!

SRA. CONWAY.- No veo a Marta casada. Pero es directora de un gran colegio y así también es feliz y triunfa a su modo.

ROBIN.- Seguro. Bien por Marta.

SRA. CONWAY.- Yo iré a pasar temporadas con ella; muy importante: la madre de la Directora. Invitará a las otras profesoras y todas escucharán respetuosamente cuando yo hable de mis otros hijos…

JOAN.- ¡Parece que lo estoy viendo!

SRA. CONWAY.- Y queda Carol… Bueno, como es natural, Carol se quedará conmigo algunos años…

CAROL.- (Muy excitada.) Yo no sé lo que haré todavía. ¡Son tantas las cosas que se pueden hacer!

JOAN.- Tú podrías ser actriz. 

CAROL.- Claro que podría, y lo he pensado muchas veces. Pero no voy a pasarme toda la vida en el escenario y, cuando no esté, me gustará pintar cuadros grandes de colores brillantes, bermellón y azul rey y verde esmeralda y blanco de China. Y, además, me haré los más extraños trajes, y capas escarlatas, y batas de crepé de China, llenas de dragones naranja. ¡Y guisar! Hacer asados, y bizcochos, y platos maravillosos; y mirar horizontes desde lo alto de las montañas, y bajar ríos en canoa, y tener amigos de todas clases y en todas partes, y tendré una casa o un piso con Kay en Londres, y Alan vendrá a visitarnos, y fumará su pipa, y hablaremos de libros, y nos reiremos de la gente ridícula. Y además me iré a países remotos…

ROBIN.- En, en, para, para. 

SRA. CONWAY.- (Divertida.) Y cómo vas a conseguir todo eso, rata?

CAROL.- Lo conseguiré de algún modo. La única cosa es vivir. No me importa el dinero, ni la posición, ni los títulos, ni nada. ¡Yo voy a vivir!

SRA. CONWAY.- Muy bien, mi vida. Pero donde quiera que estéis y hagáis lo que hagáis me tenéis que prometer que vendréis alguna vez a verme. Yo iré a veros también, pero vosotros tenéis que venir, todos juntos; quizá con mujeres y maridos y niños encantadores, y no vendréis como ricos ni como gentes famosas, sino como lo que ahora sois, y nos divertiremos con nuestros juegos y nuestras bromas, como una gran familia feliz. Os veo a todos otra vez aquí…

KAY.- (En un grito terrible.) ¡No!


(Se ha puesto de pie, muy alterada. Los demás la miran estupefactos.)


SRA. CONWAY.- Pero ¿qué te pasa?


(KAY, sin responder, mueve la cabeza. Los otros se miran perplejos. CAROL se levanta, va a ella y la abraza.)


CAROL.- (Con la solemnidad de un niño.) No te preocupes, Kay, yo no te dejaré. Yo estaré contigo siempre y no te dejaré ni aunque tú quieras. Yo miraré por ti, ya verás. 


(KAY no responde. Los demás miran preocupados y con anhelo. CAROL vuelve al lado de su madre.)


SRA. CONWAY.- (Con severo afecto.) Kay, ¿qué es lo que te ocurre?


(KAY sacude la cabeza y se dirige a ALAN.)


KAY.- (Luchando con una idea.) Alan…, por favor… Dime…, no lo puedo soportar y hay algo… alguna cosa… que tú puedes decirme.

ALAN.- (Sin comprender.) Kay…, no te comprendo… ¿Qué es?

KAY.- Algo que tú sabes, algo que puede hacerlo diferente, no tan terrible de soportar. ¿Es que no lo sabes… todavía?

ALAN.- No, no…, no te comprendo

KAY.- ¡Oh, pronto, pronto, Alan, dímelo, lo necesito! Era de Blake, tal vez. (Le mira interrogante, luchando con el recuerdo.) ¿Cómo era?

Alegría… y dolor… forman fino tejido

Del cual va haciendo el alma… su túnica inmortal. 

Yo también lo sabía… ¿Cómo terminaba?

Y cuando esta verdad… del más allá nos llega, marchamos más seguros por un mundo mejor. 

¡Marchamos… más seguros… por un mundo mejor! (Parece que se va a venir abajo de nuevo, pero se recobra.)

SRA. CONWAY.- (Casi susurrando.) Sobreexcitada… Debía haberlo supuesto. (A KAY, con firmeza.) Querida, has tenido mucho jaleo con la fiesta. Vete a la cama, y Carol te subirá un vaso de leche caliente. Y una aspirina. anda. (KAY se recobra un tanto y dice que n con la cabeza.) ¿Te sientes bien?

KAY.- (A media voz.) Sí, mamá. Muy bien. 


(Pero se aparta y va hacia la ventana, abre las cortinas y mira afuera.)


SRA. CONWAY.- Yo sé cómo animarla. Ya ocurrió otra vez. Ven conmigo, Robin.


(Sale con ROBIN.)


CAROL.- (Muy bajo, susurrando.) Va a cantar.


(Apaga la luz y va a sentarse con DIANA y JOAN, las tres chicas haciendo un grupo, tenue pero cálidamente iluminado por la luz que entra del hall. Muy suavemente empiezan los primeros compases de “Wiegenlied”, de Brahms. ALAN va junto a KAY; así que su cara, como la de ella, queda iluminada por la luna.)

ALAN.- (Quedamente, sobre la música.) Kay…

KAY.- ¿Sí, Alan?

ALAN.- Habrá algo que tal vez pueda decirte algún día. Trataré, te lo prometo.


TELÓN


domingo, 14 de mayo de 2023

SORTILEGIO - MARÍA LEJÁRRAGA


Retrato de María Lejárraga en su juventud en una imagen del archivo familiar.

       Sortilegio es una obra de enorme interés, tanto por los temas que aborda como por el tratamiento formal de los mismos, además de la curiosidad de partida que suscita su autora. 

       Dos temas, en efecto, aparecen en la obra que la hacen especialmente atractiva en 1930, el año de su estreno en Buenos Aires: la homosexualidad y el suicidio.

        Los años veinte son una época de efervescencia teatral. Las vanguardias están en plena ebullición, y la escena se llena de tentativas renovadoras. En 1924 publica Valle-Inclán la versión definitiva de Luces de bohemia. En 1927 Azorín ha estrenado Lo invisible, Unamuno El otro y Claudio de la Torre Tic-tac. En 1929, Rivas Cherif estrena Un sueño de la razón y Ramón Gómez de la Serna Los medios seres. Y el mismo año de Sortilegio, 1930, publican Valle-Inclán Martes de carnaval y García Lorca El público

        Si algo tienen en común todos estos títulos es el deseo de tantear caminos nuevos, y para ello buscan en el expresionismo, el simbolismo o el surrealismo; pero también exploran en la tradición de la tragedia y en la pureza del guiñol, del mundo de los títeres. Ambas tradiciones están, como veremos, en Sortilegio. 

        Pero detengámonos primero en María Lejárraga. La autora, que firmó casi toda su obra con el apellido de su marido, Gregorio Martínez Sierra, es coetánea de la generación del 98. Nace en 1874, un año más tarde que Azorín. Su educación está ligada a la Institución Libre de Enseñanza, pues se forma en la Asociación para la Enseñanza de la Mujer. Ejerció diez años como maestra, época durante la cual comienza a escribir. Habría que estudiar en algún momento la figura de estos profesores-dramaturgos, como Alejandro Casona, o Pedro Salinas, y nos sorprenderíamos de su abundancia.

         Desde muy pronto se compromete con la defensa de los derechos de la mujer, colaborando con figuras de la talla de Victoria Kent, Clara Campoamor, o Emilia Pardo Bazán. Participa en el Lyceum Club que funda María de Maeztu, y en la Asociación Femenina de Educación Cívica que, entre otras actividades, promueve la renovación teatral con la creación del Club Anfistora, dirigido por Pura Maortua y Federico García Lorca.

        María firma sus obras desde el principio con el nombre de su marido, importante empresario, director y autor teatral. Dirigía la editorial Renacimiento, era propietario del Teatro Lara y de la Compañía cómico-dramática Martínez Sierra. Asimismo, fundó las decisivas revistas Helios y Renacimiento, donde publicaron los más importantes autores modernistas. Como consecuencia de esta actividad cultural, María entabló amistad con muchos de los autores del momento, en especial con Juan Ramón Jiménez. Lo que no se supo hasta más tarde es que la autora, además de publicar sus propias obras con el nombre de su marido, creaba la mayor parte de las de éste, incluidas algunas tan destacadas como Canción de cuna o El amor brujo. Fue la profesora Patricia O'Connor quien descubrió, en el año 2000, un baúl lleno de cartas que confirmaban esta autoría. En ellas, Gregorio pedía con insistencia textos a su esposa, con la que no convivía desde hacía años, una vez que había consolidado su relación con la actriz Catalina Bárcena, e incluso se había establecido con ella y la hija de ambos en Hollywood.

        ¿Por qué siguió escribiendo para Gregorio cuando éste se había marchado con Catalina Bárcena? La misma Patricia O'Connor busca una explicación en un ensayo feminista de 1917: "Las mujeres callan... porque creen firmemente que la resignación es virtud... callan por costumbre de sumisión... callan, porque en fuerza de siglos de esclavitud han llegado a tener alma de esclavas" (Feminismo, feminidad, españolismo.) En 1930 pone en boca de un personaje que habla a un viudo sobre su mujer: "Fue tu compañera, y no fue tu igual... Pensó contigo, lucho contigo, trabajó contigo, afanó contigo...; ¡tú solo triunfaste! ¡Cuántas noches la he visto, rendido tú, repasando tus notas, poniendo en orden tus papeles, rectificando tus errores, preparando el discurso en que habías de brillar! ... ¿Quién se ha retirado, a la hora del triunfo, para dejarte a ti toda la vanagloria? ¿Quién ha hecho el silencio en torno tuyo para que no se oyera más que tu voz?" (No le sirven las virtudes de su madre.) Ena todo caso, el triángulo formado por Gregorio, María y Catalina era una relación de dependencia mutua, pues si Gregorio dependía de los textos de María, ésta necesitaba a la actriz y al director de escena.

        El baúl encontrado por la profesora O'Connor contenía también el manuscrito de Sortilegio. La acción de la obra, única tragedia que escribió María Lejárraga, se desarrolla en Valencia. Paulina, hija de un perfumista adinerado, se enamora de Augusto, hijo del socio de su padre, que se ha suicidado. Augusto y su madre han dilapidado la fortuna familiar y la única salida que encuentran para saldar sus deudas y asegurarse una vida cómoda es el matrimonio con Paulina. Durante la luna de miel en París, ésta comienza a sospechar que algo ocurre en su matrimonio, al notar la frialdad de su marido y sus constantes ausencias. Un joven rubio lo busca en el hotel, y Paulina se inquieta cada vez más, sufriendo finalmente un ataque de nervios cuando vuelve Augusto, con un muñeco en la mano, en el que ambos creen ver simbolizada la figura del marido. De vuelta a Valencia, y ya recuperada, todo parece solucionado hasta que Augusto recibe un telegrama y comunica a su mujer que debe ausentarse de nuevo. Esta última crisis lleva al matrimonio al desenlace final, en el que Augusto declara que es incapaz de quererla "a su gusto", que "no puede ser". Ante las quejas, Augusto se defiende: "cada uno es como es, y siente como siente", para acabar suicidándose. Los dos protagonistas son figuras trágicas que pagan sus defectos: la inseguridad de creer en un "príncipe azul de cuento de hadas", en el caso de Paulina, y el egoísmo, en el caso de Augusto.

        La tragedia no ha sido publicada, excepto como anexo en el estudio de Emilio Peral titulado "La verdad ignorada". Homoerotismo masculino y literatura en España (1830-1936). Los herederos De Gregorio Martínez Sierra han impedido su difusión por razones, al parecer, de carácter ideológico. En cuanto a su estreno en España, sólo hay noticia de un montaje en Valencia en 2009, por parte del grupo DONESenART.

        Entre los documentos encontrados en el baúl, se hallan unas notas que debieron de formar parte del trabajo, aunque no cristalizaran en el estreno definitivo. Se trata de un epílogo protagonizado por unas figuras femeninas que encarnan ideas (Desatinada, Desesperada, La que aún no conoce el amor, etc.) Es interesante resaltar que este epílogo es muy moderno desde el punto de vista del lenguaje teatral. Recordemos que García Lorca acaba de escribir El público, obra que él mismo relacionará con el lenguaje del auto sacramental, como María Lejárraga hace con esos espectros femeninos.

        En Sortilegio se combina un fondo de comedia burguesa al que se van añadiendo los filtros del psicoanálisis freudiano, la deshumanización de los títeres y el molde de la tragedia. En la obra hay ideas de bastante actualidad que demuestran la libertad de María Lejárraga en la presentación de mujeres modernas y precursoras de los valores actuales, como por ejemplo Cecilia, una amiga de Paulina en París (cuando escribe la obra, María se encuentra en Niza, cerca de un ambiente teatral más avanzado.) Cecilia es espontánea, sincera y crítica con los convencionalismos, al igual que Isabela, su hermana de diecinueve años, que viene al hotel con su novio para conocer a Paulina. En la conversación se burla de lugares comunes de las novelas galantes, como la esposa que vela el sueño del marido, o los celos. También reciben la visita de Leonardo, un joven amante de Augusto quien, con el pretexto de encontrarse con éste por asuntos de negicios, quiere, como se sabe más tarde, conocer a su mujer, circunstancia que Cecilia, mujer de mundo, parece sugerir con sus ironías. En la escena que vemos a continuación, perteneciente al segundo acto, Cecilia pregunta a Paulina si está embarazada, pues de otro modo no entiende sus cambios de humor y su actitud con su marido. El cinismo que exhibe está en línea con la labor de la autora contra el engaño del amor romántico y su deseo de apartar a las mujeres de los valores tradicionales, que las mantenían ignorantes y dependientes. En especial criticaban los cuentos de hadas y las novelas románticas, como las que se citan en el diálogo, que fomentaban el matrimonio como única meta de la mujer.

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CECILIA.- ¿Tú estás... interesante?
PAULINA.- ¿Yo? ¡No! ¡Válgame Dios!
CECILIA.- No te disculpes. No tendría nada de particular a los seis meses de matrimonio. 
PAULINA.- ¿Por qué se te ha ocurrido esa idea fantástica?
CECILIA.- Porque de otro modo no puedo explicarme tu histerismo
PAULINA.- ¡Yo histérica!
CECILIA.- Como una solterona de cincuenta y cinco años. Ay, hija, bueno estar un poco enamorada del marido, porque a sangre fría cualquiera aguanta el lazo conyugal, pero de eso a lo tuyo. ¡Pobre Augusto!, es decir, ¡pobre de ti! ¿Se te pone esa carga de mendiga con hambre cada vez que se aparta de tu lado? Mírate al espejo. ¡Hasta fea te pones!
PAULINA.- ¡No me hagas reír! (Se ríe un poco.)
CECILIA.- ¡Con reírme de ti tengo bastante! Anda, sacúdete. Date un poco de rojo que estás pálida y con ese traje hace falta color. ¡No estás tú vestida que digamos! ¡Casi me da vergüenza salir contigo! Parezco tu doncella.
PAULINA.- Me había arreglado un poco más pensando que saldríamos juntos! ¡Y ya ves! 
PAULINA.- ¡No tanto!
CECILIA.- ¡Casi, casi! ¿Tú qué novelas lees?
PAULINA.- ¿Por qué?
CECILIA.- Porque pareces una heroína de Octave Feuillet. De eso hace casi un siglo, vida mía. Lee a Paul Morand, que está más a la última.
PAULINA.- ¿También hay modas para el sentimiento?
CECILIA.- ¡Anda! Mucho más que para el vestido. Pero adede dónde sales, criatura? ¡A ti te ha trastornado el seso la luna de tus jardines de España!
PAULINA.- Tan española eres tú como yo.
CECILIA.- ¡Y a muchísima honra! Pero llevo cuatro años en París de Francia.
PAULINA.- ¿Y al pasar la frontera dejaste el corazón en la aduana?
CECILIA.- ¡Ja, ja, ja! Chiquilla, ¡eres impagable, como dicen aquí! (La abraza efusivamente. Llaman al teléfono.)
PAULINA.- ¡Eh! ¿Le habrá pasado algo?
CECILIA.- ¡Seguro! (Se ríe.) Se ha caído al Sena y se lo están comiendo los pececitos de colores. ¡Estás de remate! (Coge el teléfono.¡Alló! Si. No sé. Espere. (A PAULINA.) El Sr. Dornier pregunta si reciben los señores.
PAULINA.- ¿Dornier? No lo conozco. Que no está Augusto, que no.

CECILIA.- Mujer, han dicho los señores. Recíbelo. (Se ríe.) Puede que sea un tipo interesante.
PAULINA.- ¿Por qué?
CECILIA.- Por nada. Siempre divierte conocer gente nueva
PAULINA.- Bueno, que suba.
CECILIA.- (Al teléfono.El Sr. Dornier puede subir si gusta. (Se mira al espejito y se da polvos.)
PAULINA.- ¡Sí, sí, date mano de gato! A lo mejor es uno de esos notarios con quienes se pasa la vida para el dichoso asunto de la herencia.
CECILIA.- ¡También un notario puede tener sentido estético! (Llaman nuevamente a la puerta.) ¡Adelante! (Se abre la puerta y entra LEONARDO. Es un jovencillo decadente y elegante, rubio, exquisitamente vestido con ademanes vivos y mirada miope, y un poco insolente.)
LEONARDO.- ¿Se puede? (Fingiendo sorpresa.) ¡Ah, señoras! Perdón! Sin duda me he equivocado de número. Buscaba...
CECILIA.- A los señores de Alcira, ¿no?
LEONARDO.- Precisamente, es decir, a Augusto.
PAULINA.- Augusto ha salido, pero si usted desea o necesita algo, puede usted decírmelo. ¡Soy su mujer!
LEONARDO.-¡Oh, señora! Encantado de que una indiscreción involuntaria me permita ofrecerle mis respetos.
PAULINA.- ¿Indiscreción?
LEONARDO.- Nunca me hubiese permitido imponer a usted mi presencia, aun en el caso de que Augusto hubiese estado con usted. He venido únicamente a saber si Augusto había vuelto a Londres. Eso es lo que he preguntado en el despacho del hotel, pero sin duda han comprendido mal. He subido creyendo encontrar solo a Augusto.
PAULINA.- No se disculpe usted, no es ningún crimen.
CECILIA.- (Con malicia.) ¡Aunque tal vez sea una decepción!
LEONARDO.- ¡Oh, señora!
PAULINA.- (Presentando.) La señora de Hernández Pacheco. 
LEONARDO.- Señora...
PAULINA.- Siéntese usted.
LEONARDO.- No, no. Una vez más, mil perdones. Me retiro.
PAULINA.- ¿No quiere usted que diga nada a mi marido?
LEONARDO.- Nada. Ya lo encontraré por ahí. He entrado al pasar. Como estaba seguro de que pensaba volver ayer de Londres.
PAULINA.- ¡Ah, usted sabía!
LEONARDO. Y me sorprendió no haberlo visto anoche. Pero nada.
CECILIA.- ¿Por lo que se ve son ustedes terriblemente amigos?
LEONARDO.- ¿Terriblemente? No sea usted mala.
CECILIA.- ¡Fraternalmente!
LEONARDO ¡No, por Dios! Nada de familia. Nuestra amistad es algo que está por encima de esos calificativos... (Busca la palabra.)
CECILIA.-¿Vulgares?
LEONARDO.-Oh, no me hubiese atrevido a decir tanto. Señoras, si no tienen ustedes nada que mandarme... Señora, con el mayor respeto, encantado de haberla conocido. ¡Es usted un espectáculo delicioso!
CECILIA.- ¡Usted también!
LEONARDO.- ¡Eh!
PAULINA.- (Conteniendo la risa.Mi amiga ha querido decir que también nosotras nos alegramos.
LEONARDO: No se moleste usted. Es usted una intérprete misericordiosísima.
CECILIA.- Todas las virtudes. No puedo remediarlo.
LEONARDO.- ¡Y usted es mala, mala!
CECILIA.- Afortunadamente.
LEONARDO.- ¡Ya! ¡En este mundo pícaro! A sus órdenes, hasta siempre o hasta nunca.
PAULINA.- ¡Hasta nunca!
LEONARDO.- No me atrevo a esperar el privilegio de ver a usted a menudo. 
CECILIA.- ¡Siendo tan amigo de Augusto!
LEONARDO.- Por lo mismo. ¡Ay de mí! La esposa amante suele tener muy poca simpatía a los amigos íntimos del adorado esposo. El amor conyugal exige sacrificios y en ellos la amistad suele ser víctima. 
PAULINA.- ¡No soy tan cruel!
LEONARDO.- Cuando usted lo dice... Esperemos. Vivir para ver. Señoras... (Viendo que PAULINA llama al timbre.No se moleste usted. Sé encontrar mi camino hasta en el laberinto de un gran hotel. (Sale.)
CECILIA.- (Se tapa la cara con las manos para ahogar la risa mientras supone que LEONARDO está cerca y por fin, no pudiendo contenerse suelta la carcajada.¡Ja, ja, ja, ja, ja!
PAULINA.- ¿Por qué te ríes?
CECILIA.- (Riéndose.) Y tú, ¿por qué tienes esa cara tan seria?
PAULINA.- ¿Quién es este hombre?
CECILIA.- Querrás decir este mamarracho.
PAULINA.- ¿Tan amigos, tan íntimos?
CECILIA.- Eso dice él, pero falta que sea verdad
PAULINA.- ¿Cómo Augusto no me ha hablado de él nunca?
CECILIA.- ¿Es que le has exigido una lista de todos los pájaros exóticos a quienes ha podido conocer?
PAULINA.- Sabe que había prometido volver ayer de Londres.
CECILIA.- Niña, niña, ¿vas a tener celos hasta de este final de ramillete!
PAULINA.- No son celos. Es...
CECILIA.- Chifladura. A menos que te haya sucedido algo realmente grave.
PAULINA.- ¿Grave? (Con alarma.) ¿Qué estás pensando?
CECILIA.- Chiquilla, mírame.
PAULINA.- ¿Qué estás pensando?
CECILIA.- La verdad, no tengo demasiado derecho a pedirte confidencias. Somos parientas y yo te quiero mucho, pero no sé si tú tienes en mi amistad la fe suficiente. (PAULINA no responde.) Soy frívola, es cierto, pero mi frivolidad cae por fuera. Por dentro tengo un corazón más serio que un juez y más sensible que un pétalo de rosa. Es mi secreto. Cada uno se defiende como puede. Por Dios no se lo digas a nadie, que si se entera el mundo estoy perdida. Además soy un pozo sin fondo, de modo que, si tienes una pena de veras y te alivia contármela, desahoga ese pecho. Me quitaré el sombrero para oírte mejor. (Tira el sombrero y enciende un cigarrillo.) ¿Te ríes? Menos mal. Así me puedo yo poner un poco seria. Confesión general. Señora, ¿ha hecho usted examen de conciencia? ¿Qué pecados comete contra usted su señor esposo?
PAULINA.- ¡No lo sé!
CECILIA.- ¡Ejem! De cierto es difícil saberlo. Pero, en fin, ¿qué sospechas inquietan ese corazón?
PAULINA.- ¡No lo sé!

CECILIA.- ¿Cómo?
PAULINA.- No sé nada, no sospecho nada, no hago más que angustiarme en el vacío. Hay algo, algo. Yo no sé dónde está ni en qué consiste. En el aire envolviéndome, arañándome, hablándome al oído, ¡no!, queriéndome hablar en una lengua que yo no entiendo, acercándose, alejándose, haciendo mucho ruido... desvaneciéndose.
CECILIA.- Una audición de radio en día de tormenta. Cómprate un Telefunken. 
PAULINA.- ¿Te ríes de mí?
CECILIA.- ¡Verdugo de ti misma! Pero ¿eres española o eres rusa?
PAULINA.- (Con decisión absoluta.) ¡Augusto no es mío!
CECILIA.- ¡Nadie es de nadie!
PAULINA.- ¡Yo sí, yo sí!
CECILIA.- ¿Hasta ese punto?
PAULINA.- ¡Y más!
CECILIA.- Muy mal negocio. Pero, en fin, entendámonos. ¿No es tuyo porque es de otra? 
PAULINA.- ¡No, no! ¡De eso estoy bien segura!
CECILIA.- ¿Tanto?
PAULINA.- ¡Tanto! Es la primera idea que a un corazón celoso se le ocurre, ¡pero no! 
CECILIA.- ¿Cómo has llegado a esa seguridad?
PAULINA.- Por todos los medios, buenos y malos. Creía ser persona bien educada. No lo soy. He espiado, he revuelto armarios, he vaciado carteras, he leído cartas. ¡Qué bajeza! ¿Verdad?
CECILIA.- ¡Mujer! ¡Hasta los bolcheviques tienen policía secreta!
PAULINA.- ¡Y nada, nada, nada! Ni un nombre sospechoso, ni un retrato, ni una flor olvidada. ¿Te cuento una cosa?
CECILIA.- ¡Tú verás!
PAULINA.- ¿Te reirás de mí?
CECILIA.- ¡Es muy posible!
PAULINA.- Hace pocas noches le miraba dormir.
CECILIA.- Psiquis y el amor. Motivo de reloj de chimenea ya un poquito pasado de moda. Sigue, sigue.
PAULINA.- Lo miraba dormir. Sentía yo una angustia más grande que nunca. El también se inquietaba: en sueños suspiraba gemía...
CECILIA.- ¡Pesadilla! ¿Lo despertaste?
PAULINA.- No. Le puse una mano sobre el corazón y apreté un poco diciéndole: «Augusto, ¿en qué piensas?». En nuestra tierra dicen que preguntando así al que duerme no tiene más remedio que decir la verdad.
CECILIA.- Ya lo sé. ¿Y qué?
PAULINA.- Si llega a pronunciar un nombre de mujer, me muero. Pero no. Dijo: «Ay, madre, madre, cómo se te ha corrido el colorete!».
CECILIA.- ¡Ja, ja, ja! ¿Tu deliciosa suegra se pinta en España tan prodigiosamente como en Francia?
PAULINA.- Lo mismo o mejor. Pero allí, en el campo, entre el calor y la humedad del mar, a veces le ocurren verdaderas catástrofes.
CECILIA.- ¡Y a su hijito, como es la quintaesencia de la estética, le da hasta pesadillas recordarlas! Eres tonta.
CECILIA.- ¡Eres tonta!
PAULINA.- ¡Dímelo otra vez!
CECILIA.- ¡Eres tonta!
PAULINA.- ¡Más, más! (Llaman suavemente a la puerta y se abre apareciendo en ella ISABELA, chiquilla de 19 años muy bonita y muy viva.)
ISABELA.- ¿Se puede?
PAULINA.- Entra, entra.
ISABELA.- Es que no vengo sola.
CECILIA.- ¡Por supuesto!
ISABELA.- ¡No me riñas, hermana! Traigo a mi candidato número uno que está rabiando por conocerte. Los hombres, ¡pobrecillos!, son tan curiosos. Y como tú estás siendo la atracción de la colonia... ¿Puede pasar?
PAULINA.- ¡Viniendo contigo! ¿Dónde te lo has dejado?
ISABELA.- Ahí, en el pasillo, junto al ascensor. Voy por él. ¡Hija, qué guapa estás! Me da miedo dejar que te vea. Por más que no... Las señoras casadas ya no sois excitantes para los muchachos.
CECILIA.- ¡Fíate!
ISABELA.- Eso era en otros tiempos, cuando las pobrecitas solteras estaban suspirando por casarse y ellos sabían que no había más que llegar y besar el santo. Pero, lo que es ahora, con lo difíciles que nos hemos puesto, no hay peligro. Ya les damos nosotras bastantes emociones.


EL TIEMPO Y LOS CONWAY - J. B. PRIESTLEY

        J. B. Priestley era una figura destacada en el panorama cultural en 1937, cuando se estrena El tiempo y los Conway ( Time and the C...